literatura

Impredecible

Mabel se levantó sin muchas ganas, abrió los ojos de a poquito como para examinar el día y decidió que justamente hoy era uno de esos en los cuales no valía la pena levantarse. El ruido impertinente del despertador le recordó que en el trabajo la esperarían igual, y ella ahogó su mecánico chillido con un golpe rápido y firme. Corrió las sábanas de prisa y sin pensarlo más se levantó de la cama. Sus pies, entumecidos por la noche sin sueño y la forma de caracol con la que su cuerpo se arrollaba para evitar el frío y olvidarse de la inmensidad de una cama vacía, buscaron solos las pantuflas y se dirigieron hacia el baño sin que ella tuviese que guiarlos. Al llegar a la puerta se detuvieron, y su mano se elevó hasta la cerradura para retorcerla sin gusto y salir al pasillo oscuro y lúgubre, en el cual su figura sólo dejó una sombra imperceptible y se perdió frente a la entrada del baño.

La luz puntiaguda del cuartucho estrecho le causó el segundo ceño fruncido del día, y el ruido impertinente de la cisterna corriendo estriñó aún más los entrenados músculos de sus oídos, que hacía tiempo habían adquirido la facultad de cerrarse por completo tras tantas noches de pasos y gritos colándose por las paredes.
Con rapidez tanteó por el papel higiénico, a la vez que sus ojos buscaban en el techo aquella araña patuda y taciturna que había poblado la esquina izquierda por incontables mañanas, y a quien ella no pudo desterrar ni con el palo de una escoba, tal era el abismo que las separaba y las convertía en dos seres independientes e inaccesibles. Mas sus ojos no dieron con sus voluminosos miembros ni con nada que se le pareciese, con lo que Mabel consideró a la araña emigrada hacia otra habitación, y puso fin a ese pensamiento al apagar la luz del baño con un golpe seco.

Al entrar nuevamente a su pieza se dirigió sin más al lavabo y bebió dos buches de agua corriente con el mismo vaso de siempre; lo dejó sobre la repisa junto al espejo y ni siquiera alzó la vista para ver aquella imagen ocupada que se reflejaba apenas en el cristal oxidado. Corrió la cortina barata para dejar entrar el gris de la mañana, y se inclinó hacia la ventana para alzar un poco el vidrio movedizo, queriendo extender su campo de visión hasta los canales del centro. Un gesto algo imposible, se dijo, pues su pieza estaba situada en la periferia de la ciudad y nada sabía de canales antiguos, tulipanes y casas del medioevo. El edificio en el que vivía era un cubo metálico e insípido, así que Mabel desistió de su quimera sin antes echarle un vistazo a la maceta que se balanceaba desde hacía días en el alféizar. La habían dejado abandonada junto a varios cartones y muebles abatidos, cuando la familia marroquí desapareció repentinamente del apartamento de al lado. Mabel decidió rescatarla, pero al cabo de una semana la planta parecía seguir expirando, como ella. Quizás fue esa comparación espontánea que convenció a Mabel de esperar otro día más antes de rendirse y tirarla a la basura.

Entró nuevamente la cabeza a la habitación y comenzó a desvestirse, sus ojos buscando la hora en el reloj de la pared y su mente calculando los minutos restantes para cada acto siguiente. Con una precisión que igualaba su ausentismo terminó de lavarse y vestirse, quitó del balde escondido en las esquina las ropas en remojo, las estranguló lo mejor que pudo y las colgó en la redecilla junto a la estufa apagada, prometiendo recordar prenderla a la vuelta del trabajo. Buscó la última manzana que le quedaba en la repisa y al encontrarla la deslizó en inmensidad de su bolso, controlando también que el paraguas estuviera dentro de él. Era un gesto tan automático como inútil, pues luego de dos meses en Holanda ya había aceptado que ningún paraguas en el mundo podía vencer al clima nórdico.
Por último, recorrió la habitación con su mirada eficiente, y desenterró las llaves de la cerradura para clavarlas del lado de afuera de su puerta y bajar por el laberinto de pasillos y escaleras hacia la calle.

El candado de la puerta principal se dejó trabar fácilmente con una vuelta precisa, y con la misma vuelta ondulante de su muñeca ella escurrió las conocidas llaves hacia el vientre del bolso. Cuando el cierre recobró su posición original, los pies de Mabel ya la habían llevado hasta la parada del autobús. Se bajó donde siempre y atravesó el primer puente para tomar la calle principal. Ni el frío de la mañana ni el tráfico creciente la perturbaban, al contrario, Mabel juraría que le causaban una leve satisfacción, pues cada detalle del lunes se correspondía con sus predicciones mentales. Le sorprendía la abominable previsibilidad del mundo, el atravesar el corazón de la calle de doble tráfico en el mismo punto y al mismo instante todos los días, teniendo la seguridad que ningún vehículo la alcanzaría a pesar del verde insolente de los semáforos, el avanzar por detrás de los dos ómnibus en línea en la primera curva sabiendo que no se moverían hasta un latido después, el paso certero del metro frente a la estación, y la escalera mecánica estática que se encendería tres segundos más tarde.

El maquinismo avasallador del alba eran reconfortantes. Ellos protegían a su mente de cualquier interrupción, y le permitía así perderse en sus propios caminos internos, pensar sus propios puentes, avenidas y senderos, por los cuales ella podía transitar ilusionada con la esperanza viva de encontrar allí, escondido en un rincón, algo verdaderamente impredecible.

borrador de Día Soleado

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