literatura

Al otro lado del charco

Confieso: la primera vez que viajé al paisito (de forma absolutamente consciente y por voluntad más o menos propia), no me gustó ni un poquito. Para ser más exacto, lo odié con toda mi alma. Esa meca dorada de mis padres, ese país de las mil y una maravillas, la cuna de las murgas y el tango, de genios como Florencio Sánchez y Torres García, la bendita Suiza de América, me pareció un mamarracho desprovisto de cualquier encanto.
La tierra no era lo suficientemente tropical como para poder declararse una belleza exótica o una república bananera; en Uruguay no crece la coca, no hay volcanes amenazantes ni papagayos parlanchines o flamencos coloridos. El país es más bien una gran planicie verde, marrón e insípida. Por más Suiza que la quieran seguir bautizando, la zona tampoco goza del orden y pulcritud que tan bien describen a su contraparte del viejo continente. Mi madre consideraría como sacrilegio este comentario, pero a mis ojos Montevideo se había convertido en un gran bazar, con un aire más norteamericano tex-mex que europeo. Puede ser que lo que me cuentan sea cierto y, como un florero de plata herrumbrada, este país en algún momento brilló y deslumbró con su lustre, mas nada de ese esplendor antaño pude percibir yo en mi breve estadía. El Uruguay me pareció una especie de híbrido desabrido, si es que a alguien le importa mi opinión y me lo pregunta.
Pero en ese momento nadie me lo había preguntado, y a decir verdad esta primera impresión tampoco debería haber importado demasiado, puesto que yo no había volado al Río de la Plata para admirar el paisaje, subir fotos a las redes sociales y hacer turismo. Nada que ver, como les gusta decir por estos pagos. La tía abuela Susana cumplía sus 75 años (o 77 o 69, dependiendo de a quién le pregunten) y yo estaba invitado a la celebración familiar. Era un evento importante del cual no me podía escapar; cada día vivido por la tía abuela luego de ser diagnosticada con cáncer era un regalo de Dios, repetía mi madre, y una excelente ocasión para pisar nuevamente suelo criollo.
Yo comprendía sus palabras. Mi madre no había superado la muerte de la abuela Michela, y con la enfermedad de su tía estaba reviviendo el luto. Por eso preferí no quejarme y soporté en silencio ocho noches derritiéndome sobre un colchón inflable en la sala de mi tía Lucrecia, cuatro noches en una carpa de nylon acampando en Solimar con mi primo Renato, y una noche más deambulando por la Rambla en Montevideo, aunque de esa última noche mucho no recuerdo y es otra historia. En total, catorce días de via crucis emocional y de completa miseria.

Nadie adivinó mi agonía. Mis parientes creyeron (con algo de razón) que mi espíritu apagado y mi humor cambiante serían consecuencia del calor horrendo de febrero, combinado con el desajuste de horarios al cambiar de hemisferio. La tía Soledad le discutía a la abuela Susana que mi problema eran la falta de sueño y el estrés de la secundaria, y la abuela le respondía que no con un guiño, insinuando que seguramente se tratase de “asuntos del corazón”, como le gustaba llamar a las varias rupturas con mi novia que tanto me plagaban por esa época. Yo me limitaba a acompañarlas cebando el mate y a hacer varios gestos vagos con la cabeza, contando mentalmente las horas que faltaban para embarcar nuevamente rumbo a Malmö. Lo interesante del caso es que nadie me preguntaba directamente mi parecer, y la familia se dedicó durante 14 días a crear y defender todo tipo de conjeturas sobre mi condición existencial en mi mismísima presencia. Y yo, como un condenado a muerte que es obligado a escuchar los interminables argumentos del abogado y el veredicto del jurado, me limitaba a pasar el mate y las torta fritas.
Tras mucho discutir, en lo único que lograron ponerse de acuerdo fue en que mi conducta errática sería la nefasta consecuencia de pasar tantos años en tierra de vikingos, y que el temperamento frío y distante de los nórdicos habría comenzado a comerme el coco y el alma, pobrecito Oli. Al principio intenté hacerme el tonto e ignorar los comentarios, pero a la cuarta vez que tuve que oír semejante disparate de la boca de mi abuela, esta hipótesis provocó en mí una respuesta digna del peor estereotipo de carácter latino que a alguien se le pueda ocurrir, y que ha sido la segunda pataleta más grande que he tenido en lo que me va de vida. No recuerdo bien qué dije, cómo lo dije, si mezclé algún insulto en sueco con mi discurso de indignación, lo único que sé es que volqué al agua del mate por el piso, me quemé un dedo y terminé afónico.
Las comadres ni se inmutaron. Felices de haber comprobado que efectivamente aún corría un dejo de sangre criolla por mis venas, cambiaron de tema y se contentaron con pasar el resto de los días elogiando mi español, presentándome a cuanta muchacha soltera hubiese en el barrio y, lamentablemente para mí, tratándome de sacar casa vez más conversación. ¿Cuáles eran mis lugares favoritos del Uruguay? ¿No me gustaría volver a pasar otro verano, tal vez en las termas del Arapey, donde trabajaba la prima Yolanda? ¿Ya había visitado la casita de la Aguada, donde viví de niño? ¿O es que ya no me acordaba nada más de esos primeros años vividos en el Uruguay?

No, de esos tres años vividos en el Uruguay nada recordaba, al menos no conscientemente. Mis pocas memorias se limitan a ráfagas de sensaciones cotidianas: los besos húmedos de la abuela Michela, el olor del pan recién leudado en la mesada de su cocina, el ruido crispante del papel celofán al abrir un ticholo, los ladridos agudos de la Susi cada vez que alguien abría la puerta del patio trasero.
La tía Lucrecia no se cansa de contarme anécdotas de esa época: mis primeras palabras dichas mientras dormía la siesta, cómo terminé en el hospital Pereira Rosell cuando me caí del triciclo y me quedó esta marquita en el mentón, qué cara puse cuando probé por primera vez un alfajor. Gracias a la tía Lucrecia también sé también que fui al jardín de infantes, tiene fotos que lo prueban y establecen claramente que pasé además veranos en Cuchilla Alta y en la costa de Rocha, que mis padres visitaron las termas conmigo y que incluso llegamos a darnos una vuelta por el Paraguay. Es inútil recordármelo: en mi mente reina la amnesia. El Uruguay de mi infancia se remite a los brazos gordos y acogedores de mi abuela materna, y con su desaparición se pierden las memorias de esos tres años vividos en el sur, como se pierden las huellas de mis pasos cuando caen los primeros copos de nieve en Malmö.

A diferencia de la parentela, quienes se aferran a estos recuerdos de nuestro breve retorno al paisito, mis padres ya no hablan de esos años vividos en el Uruguay. Se han transformado en una especie de tabú colectivo que nos une en la mesa del desayuno. Todos sabemos que ocurrió, pero no osamos mencionarlo.
Los detalles de la historia los aprendí gracias a los chismes de las tías, a mi arte de deducción, a la ayuda de Beatriz a hacer preguntas inoportunas, y al efecto que las cervezas pueden tener en papá en las noches navideñas, cuando busca inútilmente en el cielo nublado del norte un rastro fugaz de la Cruz del Sur. Lo que he podido reconstruir es un pasado poco glorioso y nada excepcional, una historia más de las que son bastante comunes dentro de la comunidad de uruguayos en Suecia.
Papá y mamá emigraron en el año del golpe de Estado. No les fue difícil, dentro de todo: él era ingeniero y trabajaba para una multinacional con sede en Buenos Aires; mamá era traductora de inglés y acababa de terminar los estudios de secretariado, y por aquellos años todavía no tenían hijos. Como nietos de italianos y españoles ambos tenían pasaportes de otros países y parientes lejanos que los podían albergar por unos meses si fuera necesario – y como lo fue, mis padres se valieron de esa carta para buscar otra vida -. Se instalaron inicialmente en Turín sin tener mucha idea de cómo continuar, con las valijas desparramadas por el suelo del apartamento de una cugina lejana de mi madre. Mi padre era ya desde esas épocas muy sociable, y aunque no hablaba una palabra de italiano se valió de todas sus artes de mímica y gesticulación para sacarle provecho a cuanto contacto tenía. Así fue que terminó dando con un conocido de un amigo chileno que trabajaba en la Volvo, y consiguió que le dieran una entrevista con otra compañía sueca. Hasta el día de hoy me eluden los detalles y sólo puedo hacer grandes esbozos de lo sucedido; sólo sé que al poco tiempo lograron cerrar las valijas y se trasladaron a Malmö.
Los primeros años deben haber sido duros, supongo, pero mis padres no lo dicen. De esas épocas sé que mamá aprendió rápidamente sueco y se dedicó de lleno a la traducción, tarea muy redituable por la llegada de tantos refugiados políticos desde Latinoamérica. A casi seis años de estar viviendo allí nació Claudia, mi hermana mayor, y un año después fue seguida por Enrique. Papá cambió varias veces de trabajo, no por inestabilidad sino siempre por mejoría, y tantas eran sus ganas de superarse que terminó estudiando por la noche y especializándose en ingeniería civil.

Llegados los ochenta se puede decir que los Pérez una familia próspera; estaban alquilando una vivienda amplia cerca de Lund y se habían adaptado bien a la vida en Suecia. Los chicos iban al colegio local y hablaban sueco sin acento; mamá se había acostumbrado a usar tröskor y hasta servía pescado y knäckebröd para el desayuno de los domingos. Y en el medio de este oasis de tranquilidad es que comenzaron a surgir rumores de la vuelta a la democracia en Uruguay.
Según lo que me cuenta la tía Lucrecia, a diferencia de muchos de los uruguayos que vivían en Malmö, mamá todavía no estaba convencida de quererse volver. Ella se había adaptado bien, le gustaba la vida por el norte, el orden, la previsibilidad de las cosas. Además, estaba embarazada de mí y el médico le había recomendado reposo, cosa difícil con mis dos hermanos chicos y su empleo como traductora. Sabía que en Montevideo tendría toda la ayuda que necesitase, pero no podía sacarse de encima las imágenes de los últimos meses que vivió en Uruguay: las manifestaciones, los tanques armados, la gota fría del miedo con cada anuncio de la radio. Creo que jamás se habría animado a volver; tal vez para visitar a la familia, pero no para quedarse.
Mi padre tampoco se quería ir. Como buen ingeniero, calculaba cada cosa en su espacio y tiempo, y consideraba que la situación del país era inestable. ¿Se harían realmente elecciones, o cambiaría nuevamente el clima político? ¿Conseguiría vivienda y trabajo para mantener a tres hijos? ¿Cómo progresaría la economía después de la tablita? Los ahorros que mis padres tenían guardados no alcanzarían para cubrir más de un año sin trabajo, si es que tanto. Al principio mi madre estaba de acuerdo, pero bastó una llamada de Lucrecia contándole que la abuela Michela tenía cáncer para que ella cambiase radicalmente de opinión. A papá le fue imposible mantener sus argumentos racionales frente a los llantos de su esposa: con cada día que pasaba crecía la tristeza de mi madre, al punto que el doctor recomendó internarla. Papá no esperó a que la situación se deteriorase más y le propuso un acuerdo lógico, como era de esperar, que probablemente satisfaría a todas las partes y a la economía familiar: viajarían los cuatro al Uruguay, pero papá se quedaría en Montevideo sólo hasta mi nacimiento. Luego volvería a Malmö y trabajaría por otros seis meses. Se valdría de las leyes sociales suecas para pedir licencia de paternidad y visitarnos por un par de meses, ganando tiempo hasta poder decidir el futuro de la familia. De esa forma, si los planes de radicarse en el Uruguay se evaporaban, todavía tendrían empleo y casa para volver a Malmö.


 
Lo que ocurrió en los próximos años no viene al caso, al menos no ahora que ya llevo tanto rato hablando. Lo que sí vale la pena recalcar para mi historia personal es que en ese momento, ebrios de amor por Uruguay, en un arrebato de añoranza, de melancolía y agradecimiento a esa Suecia que tanto les había dado, mis padres hicieron un gesto heroico y decidieron llamar Olaf a su último hijo. Sería éste el homenaje final a tantos años de exilio, pues ese niño sería el único hijo nacido en el Uruguay, y por ende estaba destinado a ser el más criollo, el más Oriental de los tres, el que se criaría bajo el sol del Sur y nada sabría de los eternos solsticios del norte, del knäckebröt que comía mi madre los domingos, de los fiordos en donde pescaba mi padre y de las auroras boreales bajo las cuales tantas veces se besaron.

El homenaje final a Suecia no fue tan así. La estadía de mi familia en Uruguay duró menos de tres años, y apenas fue enterrada la abuela Michela mis padres se estaban despidiendo por segunda vez del paisito y emigrando definitivamente a Malmö.
Así que Olaf es mi nombre. Olaf Pérez. Y como si esta contradicción no alcanzase, aclaro que también tengo el honor de haber heredado la piel morena del abuelo Ernesto y los rulos azabaches de la abuela Michela. Por donde se me mire tengo pinta criolla. A diferencia mía, Claudia y Enrique, mis hermanos mayores, tienen la tez blanca de los parientes de Turín, los ojos miel claros de mamá y el cabello castaño lacio de papá. Si no fuera porque fruncimos el ceño de la misma manera y tenemos los tres la misma nariz, la gente diría que yo fui adoptado durante sus viajes por el tercer mundo. A veces no puedo evitar preguntarme con qué leyenda patria estarían soñando mis padres cuando me engendraron, ¿tal vez pensarían en Tabaré, o en la garra charrúa? Lo admito, estos no son temas populares en el dormitorio, pero la duda me carcome. Otras veces pienso en mi madre recién llegada al Uruguay, observando reposo médico al sol, sentada en la silla plegable del jardín. ¿Qué efecto habrá tenido el calor del verano sobre su vientre? ¿Me habrá templado el sol como a las lonjas de los tamboriles durante las llamadas del Carnaval? Nunca lo sabré. En casa del tema no se habla.

Lo único que sé con certeza es que yo, Olaf Pérez, soy de los tres hermanos el único nacido en territorio Oriental, el más moreno, y por motivos irónicos del destino que algún día me animaré a contar, el más sueco de toda mi familia.

 

cultura

Hablando se entiende la gente

Mientras que en Europa el auge de los dialectos hace de Bruselas una pequeña torre de Babel, globalmente el número de idiomas declina estrepitosamente, y con cada idioma perdido desaparece no sólo una forma de expresión lingüística, sino también un modo de interpretar y catalogar la realidad.
De las 9.600 lenguas que actualmente se hablan en el mundo podría desaparecer hasta un 90%. Por este motivo, en los últimos años ha crecido la iniciativa de salvar la existencia de las lenguas en peligro a través del concepto de derechos humanos lingüísticos.

Hace varios años, cuando el conflicto en la ex Yugoslavia alcanzaba proporciones catastróficas, un periódico estadounidense publicó una viñeta cuya gracia era que, cada dos o tres cuadras, los turistas se encontraban en una nueva república. A pesar del tiempo transcurrido la viñeta parece tener aún vigencia, no sólo para los Balcanes sino para toda Europa. Basta leer las noticias de Bélgica, por ejemplo, donde Wallonia y Flanders no se ponen de acuerdo ni en el idioma ni en el gobierno, o pasar por Cataluña, donde la enseñanza primaria se imparte en catalán y no en castellano. La verdad es que si cada dialecto o idioma europeo decidiese reclamar territorio, estaríamos contando con más de 107 repúblicas independientes.

Esto no es motivo de pánico ya que, a pesar de que estemos presenciando un resurgimiento fuerte de las tradiciones y raíces locales dignas del feudalismo, los dialectos e idiomas oficiales han coexistido de forma más o menos pacífica desde la creación del estado-nación. Francia siempre ha sido citada como el ejemplo clásico de este tipo de estructura; pero a más de dos siglos de la Revolución Francesa y de la declaración del dialecto parisién como lengua oficial, existen aún más de nueve millones de personas que dominan alguno de los idiomas locales no directamente relacionados al francés, como ser vasco, bretón, alsaciano, flamenco, catalán, córsico u occitano. Y esto en el país que se supone es el más uniforme de la Unión Europea.

Si camináramos de pie de Francia a Italia no encontraríamos dos pueblos adyacentes en los que sus habitantes no se pudiesen comunicar, pero es obvio que en algún momento de este dialecto continuum habremos pasado del francés al italiano. Es más, habremos pasado de Francia a Italia, ya que las fronteras son políticas y no lingüísticas.

Como comentara Max Weinrich, la definición de un idioma es “un dialecto con armada y fuerza naval”. Por eso cuando hay desacuerdos acerca del estatus de un dialecto, el problema es inherentemente político y no lingüístico. El mencionado conflicto de los Balcanes, la problemática de los gitanos y el romani, o la situación de las lenguas aborígenes australianas anindilyakwa y nyikina son buenos ejemplos de cuestiones políticas revestidas de problemas lingüísticos.

En teoría, los estados democráticos deben garantizar los derechos de los grupos minoritarios. Pero si esos derechos excluyen al idioma lo que ocurre es que se pone en peligro la mera existencia de las minorías, que tenderán a ser asimiladas por grupos lingüísticos mayores. En Rusia, antes de la creación de la Unión Soviética, la biodiversidad lingüística era importante. Pero con la llegada del Comunismo y el empleo del idioma ruso como agente homogenizador, la pérdida de idiomas asiáticos se aceleró gravemente. De itelmen, en la península de Kamchatka, quedan menos de un par de docenas de habitantes ancianos. El fascinante archi, en el Cáucaso, que es tan complejo que un solo verbo puede tener hasta más de 1.5 millones de formas, cuenta ya con menos de 1.200 parlantes. Las características excepcionales del archi y cada una de estas lenguas demuestran una reflexión humana profunda sobre la capacidad de adaptación al medio. Al extinguirse un idioma, su creatividad e interpretación de la realidad desaparecen abruptamente de nuestro conocimiento común.

En el mundo se hablan aproximadamente de seis a siete mil idiomas y dialectos; considerando los puntos anteriormente expuestos vemos que es difícil establecer una cifra precisa. La estudiosa finlandesa Tove Skutnabb-Kangas estima que en los últimos 500 años la mitad de los idiomas que se conocían han desaparecido, notablemente por procesos de colonización o asimilación a idiomas y culturas más difundidas. Si esta tendencia continúa, el 90% de los idiomas actuales habrá desaparecido en los próximos 100 años, bajando el número total de idiomas sobrevivientes a unos meros 600.

Lo más preocupante de esto es que lo perdido con cada idioma que desaparece no es sólo una forma de expresión lingüística, sino un modo de interpretar y catalogar la realidad, un Weltanschauung. Por eso es importante proteger la diversidad de las lenguas. La asociación Terralingua, por ejemplo, propone incorporar el concepto de diversidad cultural humana dentro del concepto de bio diversidad, a modo de poder proteger oficialmente a las lenguas y dialectos menores, y a aquellos grupos humanos que los hablan, ya que sin un marco legal de derechos humanos lingüísticos se acelera la vulnerabilidad de las minorías y se aumenta su riesgo de marginalización o desaparición.

Un caso interesante de lo que estamos perdiendo es el de los alacalufes, única etnia sobreviviente de todas las culturas originarias de Tierra del Fuego. Se estima que la cantidad de hablantes de kawesqar no llega ni a 15 personas, pues el español ha absorbido a la lengua aborigen. Es una pena ya que este idioma es un caso completamente aislado, sin conexión a ningún otro grupo de lenguas. El kawesqar no tiene ni números ni conceptos para jerarquías (rico, pobre), y carece de tiempo gramatical futuro (dato interesante, dadas las duras condiciones climáticas del sur de Chile). Contrariamente, el pasaje de conocimiento y la historia del pueblo son muy importantes: gramaticalmente el pasado tiene cuatro tiempos, uno de los cuales es el pasado místico, en el cual se cuentan los mitos orales del grupo.

Y como este caso hay varios. De tariana, en la cercanía del río Vaupes en el Amazonas brasilero, se estima que quedan menos de 100 hablantes. Esta lengua incluye un componente en su gramática gracias al cual sólo se puede decir algo con certeza: cabe preguntarse si quienes lo hablan pueden mentir o crear ficción. El rama en el Caribe, el saami del sur de Noruega, el penan en la isla de Borneo y el ch’orti’ en Guatemala y Honduras, último eslabón de la civilización maya… todos ellos están en vía de extinción.

Preservar los idiomas no es un acto de mantener gustos exóticos superficiales o estéticamente interesantes, sino de salvar formas de transmisión e interpretación de conocimiento. La biodiversidad cultural nos enriquece como seres humanos. Que exista una lengua como el Kawashkar con un tiempo verbal para contar mitos es fascinante; que permitamos que se pierda es una tragedia evitable.

adaptado de un artículo publicado en la revista uruguaya Dixit

literatura

Impredecible

Mabel se levantó sin muchas ganas, abrió los ojos de a poquito como para examinar el día y decidió que justamente hoy era uno de esos en los cuales no valía la pena levantarse. El ruido impertinente del despertador le recordó que en el trabajo la esperarían igual, y ella ahogó su mecánico chillido con un golpe rápido y firme. Corrió las sábanas de prisa y sin pensarlo más se levantó de la cama. Sus pies, entumecidos por la noche sin sueño y la forma de caracol con la que su cuerpo se arrollaba para evitar el frío y olvidarse de la inmensidad de una cama vacía, buscaron solos las pantuflas y se dirigieron hacia el baño sin que ella tuviese que guiarlos. Al llegar a la puerta se detuvieron, y su mano se elevó hasta la cerradura para retorcerla sin gusto y salir al pasillo oscuro y lúgubre, en el cual su figura sólo dejó una sombra imperceptible y se perdió frente a la entrada del baño.

La luz puntiaguda del cuartucho estrecho le causó el segundo ceño fruncido del día, y el ruido impertinente de la cisterna corriendo estriñó aún más los entrenados músculos de sus oídos, que hacía tiempo habían adquirido la facultad de cerrarse por completo tras tantas noches de pasos y gritos colándose por las paredes.
Con rapidez tanteó por el papel higiénico, a la vez que sus ojos buscaban en el techo aquella araña patuda y taciturna que había poblado la esquina izquierda por incontables mañanas, y a quien ella no pudo desterrar ni con el palo de una escoba, tal era el abismo que las separaba y las convertía en dos seres independientes e inaccesibles. Mas sus ojos no dieron con sus voluminosos miembros ni con nada que se le pareciese, con lo que Mabel consideró a la araña emigrada hacia otra habitación, y puso fin a ese pensamiento al apagar la luz del baño con un golpe seco.

Al entrar nuevamente a su pieza se dirigió sin más al lavabo y bebió dos buches de agua corriente con el mismo vaso de siempre; lo dejó sobre la repisa junto al espejo y ni siquiera alzó la vista para ver aquella imagen ocupada que se reflejaba apenas en el cristal oxidado. Corrió la cortina barata para dejar entrar el gris de la mañana, y se inclinó hacia la ventana para alzar un poco el vidrio movedizo, queriendo extender su campo de visión hasta los canales del centro. Un gesto algo imposible, se dijo, pues su pieza estaba situada en la periferia de la ciudad y nada sabía de canales antiguos, tulipanes y casas del medioevo. El edificio en el que vivía era un cubo metálico e insípido, así que Mabel desistió de su quimera sin antes echarle un vistazo a la maceta que se balanceaba desde hacía días en el alféizar. La habían dejado abandonada junto a varios cartones y muebles abatidos, cuando la familia marroquí desapareció repentinamente del apartamento de al lado. Mabel decidió rescatarla, pero al cabo de una semana la planta parecía seguir expirando, como ella. Quizás fue esa comparación espontánea que convenció a Mabel de esperar otro día más antes de rendirse y tirarla a la basura.

Entró nuevamente la cabeza a la habitación y comenzó a desvestirse, sus ojos buscando la hora en el reloj de la pared y su mente calculando los minutos restantes para cada acto siguiente. Con una precisión que igualaba su ausentismo terminó de lavarse y vestirse, quitó del balde escondido en las esquina las ropas en remojo, las estranguló lo mejor que pudo y las colgó en la redecilla junto a la estufa apagada, prometiendo recordar prenderla a la vuelta del trabajo. Buscó la última manzana que le quedaba en la repisa y al encontrarla la deslizó en inmensidad de su bolso, controlando también que el paraguas estuviera dentro de él. Era un gesto tan automático como inútil, pues luego de dos meses en Holanda ya había aceptado que ningún paraguas en el mundo podía vencer al clima nórdico.
Por último, recorrió la habitación con su mirada eficiente, y desenterró las llaves de la cerradura para clavarlas del lado de afuera de su puerta y bajar por el laberinto de pasillos y escaleras hacia la calle.

El candado de la puerta principal se dejó trabar fácilmente con una vuelta precisa, y con la misma vuelta ondulante de su muñeca ella escurrió las conocidas llaves hacia el vientre del bolso. Cuando el cierre recobró su posición original, los pies de Mabel ya la habían llevado hasta la parada del autobús. Se bajó donde siempre y atravesó el primer puente para tomar la calle principal. Ni el frío de la mañana ni el tráfico creciente la perturbaban, al contrario, Mabel juraría que le causaban una leve satisfacción, pues cada detalle del lunes se correspondía con sus predicciones mentales. Le sorprendía la abominable previsibilidad del mundo, el atravesar el corazón de la calle de doble tráfico en el mismo punto y al mismo instante todos los días, teniendo la seguridad que ningún vehículo la alcanzaría a pesar del verde insolente de los semáforos, el avanzar por detrás de los dos ómnibus en línea en la primera curva sabiendo que no se moverían hasta un latido después, el paso certero del metro frente a la estación, y la escalera mecánica estática que se encendería tres segundos más tarde.

El maquinismo avasallador del alba eran reconfortantes. Ellos protegían a su mente de cualquier interrupción, y le permitía así perderse en sus propios caminos internos, pensar sus propios puentes, avenidas y senderos, por los cuales ella podía transitar ilusionada con la esperanza viva de encontrar allí, escondido en un rincón, algo verdaderamente impredecible.

borrador de Día Soleado