Confieso: la primera vez que viajé al paisito (de forma absolutamente consciente y por voluntad más o menos propia), no me gustó ni un poquito. Para ser más exacto, lo odié con toda mi alma. Esa meca dorada de mis padres, ese país de las mil y una maravillas, la cuna de las murgas y el tango, de genios como Florencio Sánchez y Torres García, la bendita Suiza de América, me pareció un mamarracho desprovisto de cualquier encanto.
La tierra no era lo suficientemente tropical como para poder declararse una belleza exótica o una república bananera; en Uruguay no crece la coca, no hay volcanes amenazantes ni papagayos parlanchines o flamencos coloridos. El país es más bien una gran planicie verde, marrón e insípida. Por más Suiza que la quieran seguir bautizando, la zona tampoco goza del orden y pulcritud que tan bien describen a su contraparte del viejo continente. Mi madre consideraría como sacrilegio este comentario, pero a mis ojos Montevideo se había convertido en un gran bazar, con un aire más norteamericano tex-mex que europeo. Puede ser que lo que me cuentan sea cierto y, como un florero de plata herrumbrada, este país en algún momento brilló y deslumbró con su lustre, mas nada de ese esplendor antaño pude percibir yo en mi breve estadía. El Uruguay me pareció una especie de híbrido desabrido, si es que a alguien le importa mi opinión y me lo pregunta.
Pero en ese momento nadie me lo había preguntado, y a decir verdad esta primera impresión tampoco debería haber importado demasiado, puesto que yo no había volado al Río de la Plata para admirar el paisaje, subir fotos a las redes sociales y hacer turismo. Nada que ver, como les gusta decir por estos pagos. La tía abuela Susana cumplía sus 75 años (o 77 o 69, dependiendo de a quién le pregunten) y yo estaba invitado a la celebración familiar. Era un evento importante del cual no me podía escapar; cada día vivido por la tía abuela luego de ser diagnosticada con cáncer era un regalo de Dios, repetía mi madre, y una excelente ocasión para pisar nuevamente suelo criollo.
Yo comprendía sus palabras. Mi madre no había superado la muerte de la abuela Michela, y con la enfermedad de su tía estaba reviviendo el luto. Por eso preferí no quejarme y soporté en silencio ocho noches derritiéndome sobre un colchón inflable en la sala de mi tía Lucrecia, cuatro noches en una carpa de nylon acampando en Solimar con mi primo Renato, y una noche más deambulando por la Rambla en Montevideo, aunque de esa última noche mucho no recuerdo y es otra historia. En total, catorce días de via crucis emocional y de completa miseria.
Nadie adivinó mi agonía. Mis parientes creyeron (con algo de razón) que mi espíritu apagado y mi humor cambiante serían consecuencia del calor horrendo de febrero, combinado con el desajuste de horarios al cambiar de hemisferio. La tía Soledad le discutía a la abuela Susana que mi problema eran la falta de sueño y el estrés de la secundaria, y la abuela le respondía que no con un guiño, insinuando que seguramente se tratase de “asuntos del corazón”, como le gustaba llamar a las varias rupturas con mi novia que tanto me plagaban por esa época. Yo me limitaba a acompañarlas cebando el mate y a hacer varios gestos vagos con la cabeza, contando mentalmente las horas que faltaban para embarcar nuevamente rumbo a Malmö. Lo interesante del caso es que nadie me preguntaba directamente mi parecer, y la familia se dedicó durante 14 días a crear y defender todo tipo de conjeturas sobre mi condición existencial en mi mismísima presencia. Y yo, como un condenado a muerte que es obligado a escuchar los interminables argumentos del abogado y el veredicto del jurado, me limitaba a pasar el mate y las torta fritas.
Tras mucho discutir, en lo único que lograron ponerse de acuerdo fue en que mi conducta errática sería la nefasta consecuencia de pasar tantos años en tierra de vikingos, y que el temperamento frío y distante de los nórdicos habría comenzado a comerme el coco y el alma, pobrecito Oli. Al principio intenté hacerme el tonto e ignorar los comentarios, pero a la cuarta vez que tuve que oír semejante disparate de la boca de mi abuela, esta hipótesis provocó en mí una respuesta digna del peor estereotipo de carácter latino que a alguien se le pueda ocurrir, y que ha sido la segunda pataleta más grande que he tenido en lo que me va de vida. No recuerdo bien qué dije, cómo lo dije, si mezclé algún insulto en sueco con mi discurso de indignación, lo único que sé es que volqué al agua del mate por el piso, me quemé un dedo y terminé afónico.
Las comadres ni se inmutaron. Felices de haber comprobado que efectivamente aún corría un dejo de sangre criolla por mis venas, cambiaron de tema y se contentaron con pasar el resto de los días elogiando mi español, presentándome a cuanta muchacha soltera hubiese en el barrio y, lamentablemente para mí, tratándome de sacar casa vez más conversación. ¿Cuáles eran mis lugares favoritos del Uruguay? ¿No me gustaría volver a pasar otro verano, tal vez en las termas del Arapey, donde trabajaba la prima Yolanda? ¿Ya había visitado la casita de la Aguada, donde viví de niño? ¿O es que ya no me acordaba nada más de esos primeros años vividos en el Uruguay?
No, de esos tres años vividos en el Uruguay nada recordaba, al menos no conscientemente. Mis pocas memorias se limitan a ráfagas de sensaciones cotidianas: los besos húmedos de la abuela Michela, el olor del pan recién leudado en la mesada de su cocina, el ruido crispante del papel celofán al abrir un ticholo, los ladridos agudos de la Susi cada vez que alguien abría la puerta del patio trasero.
La tía Lucrecia no se cansa de contarme anécdotas de esa época: mis primeras palabras dichas mientras dormía la siesta, cómo terminé en el hospital Pereira Rosell cuando me caí del triciclo y me quedó esta marquita en el mentón, qué cara puse cuando probé por primera vez un alfajor. Gracias a la tía Lucrecia también sé también que fui al jardín de infantes, tiene fotos que lo prueban y establecen claramente que pasé además veranos en Cuchilla Alta y en la costa de Rocha, que mis padres visitaron las termas conmigo y que incluso llegamos a darnos una vuelta por el Paraguay. Es inútil recordármelo: en mi mente reina la amnesia. El Uruguay de mi infancia se remite a los brazos gordos y acogedores de mi abuela materna, y con su desaparición se pierden las memorias de esos tres años vividos en el sur, como se pierden las huellas de mis pasos cuando caen los primeros copos de nieve en Malmö.
A diferencia de la parentela, quienes se aferran a estos recuerdos de nuestro breve retorno al paisito, mis padres ya no hablan de esos años vividos en el Uruguay. Se han transformado en una especie de tabú colectivo que nos une en la mesa del desayuno. Todos sabemos que ocurrió, pero no osamos mencionarlo.
Los detalles de la historia los aprendí gracias a los chismes de las tías, a mi arte de deducción, a la ayuda de Beatriz a hacer preguntas inoportunas, y al efecto que las cervezas pueden tener en papá en las noches navideñas, cuando busca inútilmente en el cielo nublado del norte un rastro fugaz de la Cruz del Sur. Lo que he podido reconstruir es un pasado poco glorioso y nada excepcional, una historia más de las que son bastante comunes dentro de la comunidad de uruguayos en Suecia.
Papá y mamá emigraron en el año del golpe de Estado. No les fue difícil, dentro de todo: él era ingeniero y trabajaba para una multinacional con sede en Buenos Aires; mamá era traductora de inglés y acababa de terminar los estudios de secretariado, y por aquellos años todavía no tenían hijos. Como nietos de italianos y españoles ambos tenían pasaportes de otros países y parientes lejanos que los podían albergar por unos meses si fuera necesario – y como lo fue, mis padres se valieron de esa carta para buscar otra vida -. Se instalaron inicialmente en Turín sin tener mucha idea de cómo continuar, con las valijas desparramadas por el suelo del apartamento de una cugina lejana de mi madre. Mi padre era ya desde esas épocas muy sociable, y aunque no hablaba una palabra de italiano se valió de todas sus artes de mímica y gesticulación para sacarle provecho a cuanto contacto tenía. Así fue que terminó dando con un conocido de un amigo chileno que trabajaba en la Volvo, y consiguió que le dieran una entrevista con otra compañía sueca. Hasta el día de hoy me eluden los detalles y sólo puedo hacer grandes esbozos de lo sucedido; sólo sé que al poco tiempo lograron cerrar las valijas y se trasladaron a Malmö.
Los primeros años deben haber sido duros, supongo, pero mis padres no lo dicen. De esas épocas sé que mamá aprendió rápidamente sueco y se dedicó de lleno a la traducción, tarea muy redituable por la llegada de tantos refugiados políticos desde Latinoamérica. A casi seis años de estar viviendo allí nació Claudia, mi hermana mayor, y un año después fue seguida por Enrique. Papá cambió varias veces de trabajo, no por inestabilidad sino siempre por mejoría, y tantas eran sus ganas de superarse que terminó estudiando por la noche y especializándose en ingeniería civil.
Llegados los ochenta se puede decir que los Pérez una familia próspera; estaban alquilando una vivienda amplia cerca de Lund y se habían adaptado bien a la vida en Suecia. Los chicos iban al colegio local y hablaban sueco sin acento; mamá se había acostumbrado a usar tröskor y hasta servía pescado y knäckebröd para el desayuno de los domingos. Y en el medio de este oasis de tranquilidad es que comenzaron a surgir rumores de la vuelta a la democracia en Uruguay.
Según lo que me cuenta la tía Lucrecia, a diferencia de muchos de los uruguayos que vivían en Malmö, mamá todavía no estaba convencida de quererse volver. Ella se había adaptado bien, le gustaba la vida por el norte, el orden, la previsibilidad de las cosas. Además, estaba embarazada de mí y el médico le había recomendado reposo, cosa difícil con mis dos hermanos chicos y su empleo como traductora. Sabía que en Montevideo tendría toda la ayuda que necesitase, pero no podía sacarse de encima las imágenes de los últimos meses que vivió en Uruguay: las manifestaciones, los tanques armados, la gota fría del miedo con cada anuncio de la radio. Creo que jamás se habría animado a volver; tal vez para visitar a la familia, pero no para quedarse.
Mi padre tampoco se quería ir. Como buen ingeniero, calculaba cada cosa en su espacio y tiempo, y consideraba que la situación del país era inestable. ¿Se harían realmente elecciones, o cambiaría nuevamente el clima político? ¿Conseguiría vivienda y trabajo para mantener a tres hijos? ¿Cómo progresaría la economía después de la tablita? Los ahorros que mis padres tenían guardados no alcanzarían para cubrir más de un año sin trabajo, si es que tanto. Al principio mi madre estaba de acuerdo, pero bastó una llamada de Lucrecia contándole que la abuela Michela tenía cáncer para que ella cambiase radicalmente de opinión. A papá le fue imposible mantener sus argumentos racionales frente a los llantos de su esposa: con cada día que pasaba crecía la tristeza de mi madre, al punto que el doctor recomendó internarla. Papá no esperó a que la situación se deteriorase más y le propuso un acuerdo lógico, como era de esperar, que probablemente satisfaría a todas las partes y a la economía familiar: viajarían los cuatro al Uruguay, pero papá se quedaría en Montevideo sólo hasta mi nacimiento. Luego volvería a Malmö y trabajaría por otros seis meses. Se valdría de las leyes sociales suecas para pedir licencia de paternidad y visitarnos por un par de meses, ganando tiempo hasta poder decidir el futuro de la familia. De esa forma, si los planes de radicarse en el Uruguay se evaporaban, todavía tendrían empleo y casa para volver a Malmö.
Lo que ocurrió en los próximos años no viene al caso, al menos no ahora que ya llevo tanto rato hablando. Lo que sí vale la pena recalcar para mi historia personal es que en ese momento, ebrios de amor por Uruguay, en un arrebato de añoranza, de melancolía y agradecimiento a esa Suecia que tanto les había dado, mis padres hicieron un gesto heroico y decidieron llamar Olaf a su último hijo. Sería éste el homenaje final a tantos años de exilio, pues ese niño sería el único hijo nacido en el Uruguay, y por ende estaba destinado a ser el más criollo, el más Oriental de los tres, el que se criaría bajo el sol del Sur y nada sabría de los eternos solsticios del norte, del knäckebröt que comía mi madre los domingos, de los fiordos en donde pescaba mi padre y de las auroras boreales bajo las cuales tantas veces se besaron.
El homenaje final a Suecia no fue tan así. La estadía de mi familia en Uruguay duró menos de tres años, y apenas fue enterrada la abuela Michela mis padres se estaban despidiendo por segunda vez del paisito y emigrando definitivamente a Malmö.
Así que Olaf es mi nombre. Olaf Pérez. Y como si esta contradicción no alcanzase, aclaro que también tengo el honor de haber heredado la piel morena del abuelo Ernesto y los rulos azabaches de la abuela Michela. Por donde se me mire tengo pinta criolla. A diferencia mía, Claudia y Enrique, mis hermanos mayores, tienen la tez blanca de los parientes de Turín, los ojos miel claros de mamá y el cabello castaño lacio de papá. Si no fuera porque fruncimos el ceño de la misma manera y tenemos los tres la misma nariz, la gente diría que yo fui adoptado durante sus viajes por el tercer mundo. A veces no puedo evitar preguntarme con qué leyenda patria estarían soñando mis padres cuando me engendraron, ¿tal vez pensarían en Tabaré, o en la garra charrúa? Lo admito, estos no son temas populares en el dormitorio, pero la duda me carcome. Otras veces pienso en mi madre recién llegada al Uruguay, observando reposo médico al sol, sentada en la silla plegable del jardín. ¿Qué efecto habrá tenido el calor del verano sobre su vientre? ¿Me habrá templado el sol como a las lonjas de los tamboriles durante las llamadas del Carnaval? Nunca lo sabré. En casa del tema no se habla.
Lo único que sé con certeza es que yo, Olaf Pérez, soy de los tres hermanos el único nacido en territorio Oriental, el más moreno, y por motivos irónicos del destino que algún día me animaré a contar, el más sueco de toda mi familia.